RECURSOS
DIDÁCTICOS
LA NOVELA HISTÓRICA
A mediados del siglo XIX la novela histórica era el género literario de moda. Multitud de autores lo cultivaron siguiendo los pasos de V. Hugo, A. Dumas y sobre todo W. Scott, cuyas obras, optimistas y alentadoras de la promoción social de los protagonistas, cuadraban perfectamente con la ideología liberal.
En las novelas históricas del romanticismo español la selección del asunto estuvo por lo general guiada por la posibilidad de establecer paralelismos con problemas contemporáneos. La nutrida nómina de obras que tienen a las luchas de bandos medievales como telón de fondo, por ejemplo, se relacionan de forma evidente con las guerras carlistas, de la misma forma que la frecuente aparición de los problemas suscitados por la disolución de la Orden del Temple tienen que ver con los procesos de desamortización emprendidos por el estado liberal.
El género evolucionó hacia un cuidado cada vez mayor de las ambientaciones. El uso cada vez mayor y más crítico de fuentes históricas ayudó a dar verosimilitud y solidez a la trama de los relatos, pero también, muy frecuentemente, se tendió a caer en meros ejercicios de estilos y al gusto por reconstrucciones excesivamente arqueológicas.
Siguiendo el modelo scottiano, las narraciones tendieron a estar protagonizadas por personajes imaginarios arropados por otros, secundarios, sacados de la documentación histórica. Sin embargo, no era infrecuente que se dieran flagrantes anacronismos en su comportamiento, especialmente cuando revelan su estado anímico.
Otro rasgo característico de la novela histórica española del romanticismo es la tendencia del narrador a introducir sus propias opiniones en el relato, impidiendo al lector, convertido en un espectador teatral, inmiscuirse en los sucesos, lo que, de paso, generaba una inevitable separación entre pasado y presente.
Primera época (1823/1827-1833)
Descontando el precedente de Pedro Montengón, El Rodrigo. Romance épico (1793), que Sebold considera como la primera novela histórica romántica, el periodo aparece dominado por una serie de imitaciones más o menos conseguidas de autores extranjeros, especialmente W. Scott.
Rafael de Húmara y Salamanca pasa por ser el primero en cultivar en España la novela histórica según el exitoso esquema propuesto por Scott con Ramiro, conde de Lucena (1823), en la que su autor expresa la nostalgia por una Edad Media cristiana y caballeresca, llena de valores tradicionales.
Telesforo de Trueba y Cossío (1799-1835) es otro cultivador inicial ejemplo de este tipo de obras. Su novela Gómez Arias or the moors of the Alpujarras (1828, traducida al castellano en 1831), sobre la rebelión de los moriscos, está basada en la crónica de Luís Vélez de Guevara y en la obra, de idéntico título, debida a Calderón de la Barca. De evidente influencia scottiana, llama la atención su marcado alhambrismo. En una línea no muy dispar se mueve The castilian (1829), sobre la luchas entre Pedro I el Cruel y Enrique de Trastamara. Es también evidente en ella la influencia scottiana, en especial por su utilización del héroe medio como protagonista, relegando a los personajes de las crónicas en un segundo plano. Trueba es autor también de The Romance of History: Spain (1830), conjunto de 24 relatos de tema histórico y legendario.
Del prolífico Ramón López Soler (1806-1836) es preciso destacar su obra Los bandos de Castilla o el caballero del cisne (1830), sobre las rivalidades de Juan II y los infantes de Aragón, también de clara influencia scottiana, y en la que se puede apreciar un deliberado intento de fundir la verdad histórica y la verdad moral. Suya es también Kar-Osmán, donde se tratan los amores de un capitán griego y una noble española. Además de Jaime el Barbudo, ambientada en época de Fernando VII, y de la novela de aventuras El pirata de Colombia (1832), López Soler escribió otras dos novelas de mayor contenido histórico: Enrique de Lorena (1832), ambientada en la época de Enrique III de Francia, y El primogénito de Alburquerque (1833-1834), sobre los amores de Pedro I el Cruel y la Padilla.
Estanislao de Kotska Vayo y Lamarca (1804-1864) es autor de un par de novelas sentimentales, El Voyleano o exaltación de las pasiones (1827) y Los terremotos de Orihuela o Enrique y Florentina (1829), además de alguna otra de orientación más costumbrista, como Aventuras de un elegante (1832). Cultivó la novela histórica en numerosas ocasiones, empezando por La conquista de Valencia por el Cid (1831), en la que destaca la corrección de su prosa y estilo, a pesar de su cierto amaneramiento. Títulos suyos son igualmente Los expatriados o Zulema y Gazul (1834), Juana y Enrique, reyes de Castilla (1835) y La hija del Asia (1848).
Segunda época (1834-1844)
Se publican durante este periodo los mejores relatos, prueba de la definitiva consolidación alcanzada por entonces por el género.
De Mariano José de Larra (1809-1837) es El doncel don Enrique el Doliente (1834), obra basada en la vida del legendario trovador Macías, que sigue muy de cerca, una vez más, los esquemas de W. Scott.
José de Espronceda (1808-1842) escribió la poco afortunada Sancho Saldaña o el castellano de Cuellar (1833-1834), claro remedo del Ivanhoe de W. Scott, donde lo más interesante quizás sea el trasfondo autobiográfico con el que el autor tiñe la obra.
Juan Cortada y Sala (1805-1868) cultivó generosamente la novela histórica. Su dedicación a la enseñanza de la Historia queda patente en Tancredo en el Asia. Romance histórico del tiempo de las cruzadas (1835), una llamada de atención sobre la necesidad de reconstruir fielmente los ambientes y el contexto histórico que enmarca la acción. Tras La heredera de Sangumi. Romance original del siglo XII (1835) y El rapto de doña Almoldis, hija del conde de Barcelona Berenguer III (1836), su más conocida El templario y la villana. Crónica del siglo XV (1840) constituye toda una defensa de la Orden contra las acusaciones, muy extendidas todavía entonces, de nigromancia.
Patricio de la Escosura (1807-1878) cultivó en varias ocasiones la novela de corte histórico, por ejemplo, en El conde de Candespina (1832), ambientada en época de doña Urraca y Alfonso VII. La muy scottiana Ni rey ni Roque (1835), gira en torno a Gabriel de Espinosa, el pastelero de Madrigal, un argumento que sirvió también de inspiración a J. de Cuellar, Fernández y González, Zorrilla, etc. En fin, La conjuración de México (1850) versa sobre el intento de nombrar rey de aquel país a un hijo de Hernán Cortés.
De Eugenio de Ochoa (1815-1872) es El auto de fe (1837), una severa crítica de la monarquía y de la Inquisición con la oscura muerte de don Carlos, hijo de Felipe II, como eje central de la acción.
A Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) se debe Isabel de Solís, reina de Granada (1837), una novela cargada de erudición, excesiva a veces, dominada por el alhambrismo.
Obra del arabista, bibliófilo y numísmata Serafín Estébanez Calderón (1799-1867) es la breve Cristianos y moriscos. Novela lastimosa (1838), relato sentimental y costumbrista, pero de cuidada ambientación, en la que aborda el tema de los desventurados amores mantenidos entre un soldado cristiano, don Lope, y Zaida, una morisca de la Serranía de Ronda, en tiempos de Carlos V.
Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), seguidor de Chateaubriand, Lamartine, Byron, Scott o Manzini, dio a la imprenta dos novelas cortas, Anochecer en San Antonio de la Florida (1838) y El lago de Carucedo (1840), ésta construida sobre un tradición popular que el autor sitúa en el siglo XV. Mucha mayor trascendencia tiene El señor de Bembibre (1844), una de las obras maestras de la novela histórica española de todos los tiempos, en la que, a juicio de algunos críticos, el autor utiliza el tema de las luchas que siguieron a la desaparición de la Orden del Temple en tiempos de Fernando IV como crítica del proceso la desamortizador emprendido por Mendizábal.
Tercera época (desde 1844)
Este último periodo, ya distanciado de la influencia de W. Scott, se caracteriza por el derroche de erudición manifestado por los autores y la cuidadosa ambientación que suelen exhibir las obras, producto de un mayor sentido arqueológico y un más fino trabajo de documentación.
Al prolífico Manuel Fernández y González (1821-1888) se deben una buena cantidad de novelas históricas, concentradas en su primera etapa literaria. El doncel don Pedro de Castilla (1838) es la primera de ellas, a la que seguirán La mancha de sangre (1845), Obispo, casado y rey (1850), El cocinero de Su Majestad. Memorias del tiempo de Felipe III (1857) y El pastelero de Madrigal (1862). En todas ellas descuella su facilidad para armar la trama y desarrollar la intriga.
Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) evolucionó desde sus inicios como liberal seguidor de Espartero a posiciones plenamente incardinadas en el más intransigente ideario carlista. Debe su fama a tres novelas de tinte regionalista y cuidada ambientación, Doña Blanca de Navarra (1846), Doña Urraca de Castilla. Memoria de tres canónigos (1849) y, sobre todo, Amaya o los vascos en el siglo VIII (1877), sobre los intentos de García Jiménez, primer monarca navarro, de unir a vascos y godos en su resistencia contra el invasor musulmán.
Muy comprometido con la Reinaxença catalana, Antonio Ribot y Fontseré (1813-1871) escribió dos notables novelas históricas, Juan I de Castilla o las dos coronas (1852) y El quemadero de La Cruz (1869).
Podrían sumarse multitud de autores y títulos más, en su mayor parte a medio camino entre la novela histórica y el folletín sentimental de ambientación histórica. Baste con citar de forma abreviada La Sigea (1854) de Carolina Coronado (1823-1911), Los hijosdalgo de Monforte de Benito Vicetto (1824-1876), Don Juan de Serrallonga (1862) de Víctor Balaguer (1824-1901), Don Juan de Austria (1847) de Juan Ariza (1816-1870), El hechicero de Sancho el Bravo de Alfonso García Tejero, El brazo de Dios o memorias del conde de Albornoz de José Velázquez y Sánchez, Las hijas del Cid (1859) de Antonio de Trueba (1819-1889), La espada de San Fernando de Luís Erguílaz (1830-1874) o Ave Maria Stella (1877) de Amós de Escalante (1831-1902).
OTRAS FORMAS NARRATIVAS
La novela gótica o de terror
En las primeras décadas del siglo XIX tuvo notable auge la novela gótica o de terror, que ya venía siendo cultivada desde décadas atrás. T. Smollett y H. Walpole propusieron un modelo, imitado y repetido en multitud de ocasiones, que acabaría llenando las novelas de escenas truculentas y crudas descripciones que no ahorraban al lector ningún detalle macabro y sanguinolento, de castillos, cementerios e iglesias ruinosas, con profusión de criptas, pasadizos, mazmorras y puertas secretas, donde fantasmas y espectros aparecían y desaparecían entre tormentas y tétricos paisajes nocturnos.
La producción hispana de este tipo de novelas, marcadas por lo irracional, sobrenatural y misterioso, fue escasa. Destaca, con todo, la exitosa Galería fúnebre de historias trágicas, espectros y sombra ensangrentadas, o sea, el historiador trágico de las catástrofes del linaje humano (1831), de Agustín Pérez Zaragoza Godínez (n. ca. 1800).
La novela sentimental
Dirigidas generalmente a un público femenino, el género sentimental se movía por lo general en terrenos muy cercanos al de la novela moral. No fueron, de todos, modos abundantes los títulos los autores españoles que cultivaron este género, plagado de exotismo evocador, constantes sobresaltos afectivos, repentinos vuelcos del destino y abundante sensiblería lacrimógena. Pueden citarse, no obstante, La seducción y la virtud, o Rodrigo y Paulina (1822) de Francisco Brotons, Sofia y Enrique (1829) de Vicenta Maturana Rodríguez (1793-1859), así como Las españolas náufragas, o correspondencia de dos amigas (1831) de Segunda Martínez de Robles, La mujer sensible (1831) de Manuel Benito Aguirre o Gerardo y Eufrosina (1831) de José López Escobar.
La novela de tema contemporáneo
Ya en los años 30 y 40 aparecen novelas con rasgos realistas, ya sea en novelas históricas de tema contemporáneo o en las situadas en momentos estrictamente coetáneos al autor, lo que entonces se dio en llamar «novela de costumbres contemporáneas», muy relacionadas, por otra parte, con el género folletinesco.
Tres títulos merecen destacarse dentro de este género: La protección de un sastre (1840) de Miguel de los Santos Álvarez (1818-1892), El dios del siglo. Novela original de costumbre contemporáneas (1848) de Jacinto Salas y Quiroga (1813-1849) y Luisa o ángel de redención de Manuel Fernández y González (1821-1888).
La novela folletinesca
Género de no excesivos requerimientos intelectuales, dirigido a un público muy amplio, sus obras estaban construidas a partir de un argumento cargado de intriga y tramas que empleaban numerosos recursos melodramáticos.
Quizás sea Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1875) el representante indiscutible del género, en el que volcó un humanitarismo inspirado en las ideas de Saint-Simon a través de un costumbrismo predecesor del realismo, muchas veces cercano a autores como E. Sue. De sus muchos trabajos Pobres y ricos o la bruja de Madrid (1849-1850) es quizás el más logrado.
Conviene no olvidar, además, a Gregorio Romero Larrañaga (1815-1872) y su muy exitosa La enferma del corazón (1846). Lucrecia Borgia (1864) de Manuel Fernández y González (1821-1888), cercana a las intrigas históricas de A. Dumas, así como El cura de aldea (1861) de Enrique Pérez Escrich (1829-1897), adaptación realizada sobre la obra teatral de idéntico título, son otros dos títulos reseñables.
El cuento
Muy conectados con los cuadros de costumbres y con la literatura popular, el florecimiento del cuento genuinamente romántico se da, en España, entre 1825 y 1845. Publicados por lo general en revistas como No me olvides, El Artista o El Correo de las Damas, donde solían aparecer acompañadas de ilustraciones, pueden diferenciarse dentro del género tres variantes: el relato fantástico y maravillosos, el histórico y el de costumbres. A la primera de ellas pertenece La pata de palo (1835) de José de Espronceda o Una mártir desconocida (1848) de Juan Eugenio Hartzenbuch. El cuento histórico está representado, por ejemplo, por El castillo de Gauzón (1844) de Nicolás Castor de Caunedo. La veta costumbrista es patente, por último, en Agonías de la Corte (1841) de Miguel de los Santos Álvarez.
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