Boceto Muñoz Degrain

Pintura

La revolución liberal tuvo enorme impacto en el terreno cultural y, por supuesto, también en el de las artes. La quiebra eclesiástica originada por las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz acabó con el mecenazgo de la Iglesia, pero también, a partir de la época de Fernando VII, con el de la Corona y, sobre todo, con el de la aristocracia. La monarquía perdió así el control del mundo artístico a través de las Academias, que pasaron a ser de titularidad estatal. La burguesía, ya fuera a título particular o a través de las instituciones oficiales, impuso el nuevo gusto estético, dominado en el terreno pictórico por los cuadros de historia, el retrato, el paisaje y el costumbrismo.

Colaboró a esta expansión de la ideología liberal en el campo de las artes la decadencia de la Academia de Artes de San Fernando, inextricablemente unida al clasicismo, y por tanto, a la altura del primer tercio del siglo XIX, algo trasnochada. Instituciones como el Ateneo, fundado en 1820 y refundado en 1835, o el Liceo, nacido en 1837, por el contrario, respondían mejor a las necesidades de los tiempos. Aún así, la Academia continuó siendo influyente al aportar parte del jurado las Exposiciones Nacionales, que desde 1856 comenzó a promover el Ministerio de Fomento. Estos certámenes, de periodicidad bianual, constituyeron un intento, directamente auspiciado por el Estado, de profesionalizar el sector, convirtiéndose en el principal punto de encuentro de artistas y compradores, generalmente museos y organismos públicos. El auge de la pintura de historia, activamente promovida desde las instituciones oficiales, siempre en busca de adhesiones emocionales, es la mejor expresión de la importancia de las Exposiciones Nacionales.

Punto principal del programa artístico ligado al proyecto liberal fue la creación de un museo nacional de pintura. Tras los vanos intentos de José I de crear en el palacio de Buenavista un museo donde mostrar las obras procedentes de las requisas practicadas durante la invasión napoleónica, la Academia de San Fernando se hizo cargo en tiempos de Fernando VII de un proyecto similar que tampoco llegó a buen puerto. Sólo en noviembre de 1819, posiblemente por influencia de Isabel de Braganza, segunda esposa del monarca, se pudo inaugurar, ya en una nueva ubicación, el Museo del Prado, con fondos procedentes en su mayor parte de la pinacoteca real. Ello dio origen a un largo contencioso por el empeño de la Corona de conservar la colección, situación que se mantuvo hasta el destronamiento de Isabel II en 1868, momento a partir del cual los fondos pasaron a formar parte del patrimonio nacional. Las colecciones reales se incrementaron con los fondos depositados en el Museo de la Trinidad, creado en 1837 para albergar obras procedentes de la desamortización de Mendizábal.

El retrato

La revolución liberal tuvo enorme impacto en el terreno cultural y, por supuesto, también en el de las artes. La quiebra eclesiástica originada por las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz acabó con el mecenazgo de la Iglesia, pero también, a partir de la época de Fernando VII, con el de la Corona y, sobre todo, con el de la aristocracia. La monarquía perdió así el control del mundo artístico a través de las Academias, que pasaron a ser de titularidad estatal. La burguesía, ya fuera a título particular o a través de las instituciones oficiales, impuso el nuevo gusto estético, dominado en el terreno pictórico por los cuadros de historia, el retrato, el paisaje y el costumbrismo.

Los pintores de cámara y el purismo academicista

El mantenimiento de la tradición dibujística heredada del clasicismo, en línea con lo propugnado por los nazarenos alemanes o el purismo de Ingres, está representado en España por los retratistas adscritos a la corte.

Muestra de ello es el trabajo de los hijos de Vicente López (1772-1850), Bernardo López Piquer (1799-1874), también primer pintor de cámara, y su hermano Luis (1802-1865), de estilo más personal y autor del celebrado cuadro La coronación de Quintana por la reina Isabel II(1855, Palacio del Senado, depósito del Museo del Prado), un retrato colectivo de los personajes más relevantes de la cultura del momento.

Es preciso recordar igualmente la labor de Juan Antonio Ribera (1779-1860), discípulo de Bayeu y de David, que durante su estancia en París le introdujo en la pintura de Historia. Tras seguir a Carlos IV en su exilio de Roma, de vuelta a Madrid fue nombrado pintor de cámara, director del Museo del Prado y profesor de la Real Academia de San Fernando. Destaca, entre sus obras, La destrucción de Numancia (Real Academia de San Fernando, Madrid).

Discípulo de David fue también otro pintor de cámara, José de Madrazo (1781-1859), fundador del Real Establecimiento Litográfico desde 1830.

Su hijo Federico de Madrazo y Kuntz (1814-1894), el retratista por excelencia de época isabelina, será nombrado en 1857 pintor de cámara de la reina, a la que llegó a pintar en 28 ocasiones, sin mencionar los cuadro dedicados a Luisa Fernanda (1851, Palacio Real, Madrid) o a la Condesa de Vilchez (1853, Museo del Prado-Casón), tal vez su obra más conocida. Introductor de la corriente purista más afín a Ingres en la pintura del romanticismo español, sus ordenadas composiciones, caracterizadas por la nitidez del dibujo y una selección algo convencional del color lo relacionan con el arcaísmo nazareno. Su búsqueda de las raíces barrocas de la pintura española quedó reflejada, por otra parte, en El Gran Capitan contemplando el cadáver del duque de Nemours después de la batalla de Ceriñola (Colección particular, Madrid), de claras referencias velazqueñas.

Carlos Luís de Ribera (1815-1891), nombrado en 1846 pintor de cámara y profesor de la Real Academia de San Fernando, fue maestro de mejores pintores de historia de la generación siguiente. La decoración del Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados (1850) es su obra más destacada, aunque tocó diversos géneros, desde el cuadro de tema histórico, al religioso, pasando igualmente por el retrato, donde se mostró especialmente seguro, como prueba La familia de don Gregorio López Mollinedo (1854, Colección particular, Madrid), obra académica pero con notas que remiten muy claramente a la tradición pictórica española.

Antonio Gómez Cros (1809-1863) fue sobre todo pintor religioso, como muestra La degollación de los inocentes (1855, Universidad de Barcelona, depósito del Museo del Prado), donde, partiendo de la tradición barroca y del dibujo clasicista, fue capaz de integrar rasgos teatrales de gusto ya romántico. No obstante, su labor como retratista, en la línea de su maestro V. López, fue también muy destacada. Es representativo de su trabajo en este campo el cuadro que dedicó a Cecilia Rodríguez y su hija (1844, Museo Romántico).

La escuela sevillana en Madrid

Menos rigurosos en su academicismo, a causa de su formación en las escuelas de Bellas Artes de Cádiz y Sevilla -tan dependiente del colorismo murillesco es el notable grupo de pintores andaluces que acabará desarrollando su carrera ya en Madrid.

El martirio de Santa Catalina

José Gutiérrez de la Vega (1791-1856), muy inspirado por el delicado modelo de retrato inglés, pero sobre todo por Murillo, sus obras se caracterizan por el predominio de un suave colorido, que envuelve a las figuras en una atmósfera sutil y casi irreal, no exenta de sensualidad. Son buena muestra de ello los retratos de Isabel II, de la de la Duquesa de Frías o de Larra. Con todo, su producción también incluye algunos magníficos cuadros de tema religioso, como Las Santas Justa y Rufina (ca. 1846, Palacio Real, Madrid) o El martirio de Santa Catalina (ca. 1846, Museo del Prado-Casón).

Rafaela Flores Calderón. 1846. Antonio María Esquivel y Saenz de Urbina. 1806-1857

Antonio María Esquivel y Sáenz de Urbina (1806-1857), a pesar de haber cultivado diferentes géneros, es recordado por sus retratos de destacados miembros de la política del país, como Prim, Espartero, Mendizábal o de intelectuales, en especial los colectivos Una lectura de Ventura de la Vega en el escenario del Teatro del Príncipe (1845, Museo Romántico, Madrid) y Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (Museo del Prado-Casón). Su estilo, caracterizado por lo moderado de su romanticismo y cierta proximidad a la herencia murillesca, se aprecia igualmente en cuadros de asunto religioso, como La casta Susana (Museo de Bellas Artes, Sevilla) y en algunos otros de tema histórico, en especial La Campana de Huesca (1850, Museo de Bellas Artes, Sevilla).

Una lectura de Zorrilla. 1846. Antonio María Esquivel y Saenz de Urbina. 1806-1857

Aunque más volcado hacia el costumbrismo, Ángel M. Cortellini (1819-c. 1887) también trato el retrato, del que dejó buena muestra de su hacer en los que dedicó a Isabel II y a Francisco de Asís (ca. 1852, Museo de Bellas Artes, Santander).

La escuela barcelonesa en Madrid

Joaquím Espalter Rull (1809-1880) fue otro destacado pintor de retratos colectivos, generalmente grupos familiares de la burguesía, como en La familia del banquero José Flaquer (Museo Romántico, Madrid) o Retrato de los esposos Muntades. Pintó, además, frescos de los salones de la presidencia del Congreso de los Diputados y del paraninfo de la Universidad de Madrid (1858). Es también autor de cuadros históricos, como El suspiro del moro (1855), y religiosos, como La era cristiana (1871, Museu d’Art de Gerona, depósito del Museo del Prado).

De la producción pictórica de Josep Galofré i Coma (1819-1877), teórico por excelencia del antiacademicismo, se puede entresacar su cuadro La coronación de Alfonso V en Nápoles (1846).

Pintura religiosa

El purismo nazareno de l’Escola de Llotja de Barcelona La influencia de los nazarenos, el grupo de pintores germanos establecidos desde 1810 en el convento de San Isidoro de Roma, defensores de un misticismo expresado mediante el purismo formal que encarnaban los pintores del Quattrocento italiano, tuvo un eco especialmente marcado entre los alumnos de l’Escola de Llotja de Barcelona.

A nombres como el de Jaume Batlle Mir (1801-1865) o Josep Arrau i Barba (1802-1872), cabe añadir el de Lluis Ferrant i Llausás (1806-1868), retratista muy capaz, es autor de un buen número de cuadros religiosos, o el de Pau Milà i Fontanals (1810-1833).

No obstante es posiblemente Pelegrí Clavé i Roqué (1811-1880) el autor más reseñable de todo el grupo de l’Escola de Llotja. De su estancia en México destaca el cuadro Demencia de Isabel de Portugal (1855, Museo de San Carlos, México).

Merece la pena recordar también la labor de Claudi Lorenzale i Sugranyes (1816-1889), autor de La creación del escudo de Barcelona (1843, Academia de Sant Jordi, Barcelona), muy en la línea del purismo nazareno y obra seminal del nacionalismo pictórico catalán.

De importancia algo menor son los trabajos de Francesc Cerdá de Villarestán (1814-1881), autor de obras de asunto histórico y religioso, y de Eusebi Valldeperas (1827-1900).

La Virgen y San Juan en su viaje a Efeso después de la muerte del redentor. 1862

El purismo nazareno de la Academia de San Fernando de Madrid

Algo más tardía que en Barcelona, la influencia de los nazarenos entre los pintores madrileños no fue por ello menos profunda.

Luís de Madrazo y Kuntz (1825-1897), otro de los miembros de la conocida dinastía de pintores, destaca en este campo por sus composiciones de inspiración religiosa, caso del Entierro de Santa Cecilia (1852, Museo Municipal, Madrid, depósito del Museo del Prado), pero también por su retratos.

A Germán Hernández Amores (1827-1894), hábil dibujante, muy influido por Overbeck y Gleyre, se debe una de las obras más acabadas del nazarenismo español, La Virgen y San Juan en su viaje a Éfeso después de la muerte del Redentor (Museo de Murcia, depósito del Museo del Prado).

Domingo Valdivieso y Henarejos (1832-1872) es otro autor relacionado con el grupo. Obras suyas son La Primera Comunión y Felipe II en un Auto de Fe.

Costumbrismo

La escuela andaluza Iniciada en Cádiz, la escuela andaluza, sevillana sobre todo, de pintura costumbrista, se caracteriza ante todo por su temática folclorista, llena de temas festivos, de corridas de toros, bodas o procesiones, que respondían en buena medida a la demanda de escenas andaluzas que partía de Francia y sobre todo de Inglaterra. Quedaba fijada así una imagen nada problemática de la patria, poblada por tipos iconográficos fijos, como el majo, el torero, el mendigo, el bandido o la bailaora. En estos cuadros, por lo general de pequeño tamaño, predomina el dibujo, más académico y escenográfico, sobre el color, generalmente muy vivo, resultando evidente en ocasiones la influencia de Murillo y su escuela.

Juan Rodríguez Jiménez «El Panadero» (1765-1830) es considerado como el iniciador de la corriente costumbrista, gracias a cuadros como El baile del farol (Museo Romántico, Madrid), ágiles de pincelada y llenos contrastes lumínicos. Pintó también las decoraciones murales del presbiterio de la iglesia de San Agustín de Sevilla y de la iglesia de la Encarnación de Lisboa.

Joaquín M. Fernández Cruzado (1781-1856) fue posiblemente el más señero representante de este grupo de pintores. Su estilo, entroncado con el academicismo neobarroco afín a Zurbarán y a Murillo, queda bien reflejado en trabajos como Prisión de Guatimozín, último emperador azteca (1841, Colección particular, Cádiz) o Detalle de la Misa (Museo de Bilbao).

La obra de José Elbo (1804-1844) se caracteriza por su pincelada suelta y su colorido contrastado, reflejo de la influencia ejercida por Goya en su obra, como puede observarse en Una venta (1843, Museo Romántico, Madrid) o en La familia de Cayetano Fuentes (1837, Museo Romántico, Madrid), dos de sus obras más conocidas.

José Roldán (1808-1871) recogió de Murillo sus tonalidades suaves, que plasmó en cuadros como La Caridad (Palacio Real, Aranjuez). No obstante, lo más destacado de su obra, sus retratos de familia, manifiestan también un claro influjo británico, apreciable, por ejemplo, en Los niños de la familia Lara (Museo del Prado).

El linaje de los Bécquer se inicia con Joaquín Domínguez Insausti Bécquer (1817-1879), hábil dibujante y pintor de cámara desde 1850. La vista de Sevilla desde la Cruz del Campo (1853, Museo de San Telmo, San Sebastián) es uno de sus trabajos más renombrados.

El pintor e ilustrador José Domínguez Insausti Bécquer (1805-1845), primo de Joaquín Domínguez Bécquer y padre de Valeriano Bécquer, es creador de algunos de los tipos y lugares comunes más importantes de la pintura costumbrista, especialmente, como toreros, bandidos, bailarinas, etc.

Valeriano Bécquer (1833-1870), hijo de José Domínguez Insausti Bécquer y hermano del famoso poeta Gustavo Adolfo, fue sin duda el pintor más dotado de toda la familia y una de las figuras señeras del costumbrismo pictórico de su época. Obras suyas que merecen destacarse son Baile de aldeanos sorianos (Museo del Prado) o El leñador (Museo del Prado), así como La fuente de la ermita de Sonsoles (Museo Romántico, Madrid) o Nodriza pasiega (Museo Romántico, Madrid). En todas ellas, además de su dominio del dibujo, muestra una expresividad en buena medida alejada del más puro tipismo sevillano, capaz entroncar, más allá de Murillo y Velázquez, con cierta profundidad psicológica tomada de Goya.

Discípulo de José Domínguez Bécquer fue Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1867), cuyas abigarradas composiciones, intenso colorido y preciso dibujo pueden observarse en cuadros como La feria de Santiponce (Museo del Prado-Casón), La procesión del Rocío (Palacio de Riofrío, Segovia) o Baile en La Virgen del Puerto (Museo Romántico, Madrid).

De la obra de Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891), hijo del también pintor Antonio Cabral, destaca La procesión del Corpus en Sevilla (1857, Museo del Prado-Casón), donde muestra algunos rasgos más sobresaliente de su estilo, como su amor por el detalle y cierta tendencia al uso convencional de los colores.

 

CondenadosLa escuela madrileña

Emparentada con el Goya crítico de después de 1792, el costumbrismo madrileño se caracteriza por una visión tensa y desgarrado de la realidad popular, cruel y a veces onírica. Sus rasgos formales más evidentes son el predominio de colores contrastados, cercanos al tenebrismo, y una ejecución dominada por el recurso al trazo rápidos y al dibujo difuminado.

Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845), otro gran dibujante, se interesó en el sórdido mundo callejero del Madrid isabelino, como demuestra en La despedida en el patíbulo (Museo de Budapest), en La azotaina (Museo del Prado) o en La sopa boba (Fundación Lázaro Galdiano). Célebres son también las sátiras Los románticos (Museo Romántico, Madrid) o Suicidio romántico (Museo Romántico, Madrid). Su técnica se caracteriza por el uso ágil de la pincelada, llena de colorido, a medio camino entre Goya y Velázquez.

El prolífico Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), seguidor y a veces imitador de Goya, pintó cuadros de tema inquisitorial, de majos, romerías o corridas de toros, y también otros de asunto histórico. Su versátil estilo, de enérgica pincelada y notable despliegue colorista, queda plasmado en tres de sus obras más célebres: Un condenado (Museo del Prado), La suerte de varas (ca. 1855, Museo del Prado) y Procesión interrumpida por la lluvia (Hispanic Society, Nueva York).

Dentro de la misma línea orientalista en la que destacó Delacroix desarrolló el gaditano Francisco Lameyer y Berenguer (1825-1877) numerosas composiciones de tema africano, como Una judía en Tánger (Metropolitam Museum de Nueva York) o Asalto de moros a un barrio judío (Museo del Prado-Casón), caracterizadas, como el resto de su obra, por el intenso colorido, el nerviosismo de sus composiciones y la soltura de su técnica.

Asalto de moros a un barrio judio. Francisco Lameyer y Berenguer. 1825-1877

Paisaje

Como es sabido, el paisaje, es entendido en el pensamiento romántico como una extensión del alma del artista, cargado de emociones desbordadas, que tienen su reflejo en la representación de mares embravecidos y tormentas, o bien de abismos y crepúsculos, que evocan la soledad del hombre en la inmensidad de la creación. El paisaje, además, es observado como algo histórico, mudable, de ahí la incorporación de ruinas de castillos o de templos góticos, pero también, en su vertiente más serena, de la intervención del hombre en su conformación, dando lugar a la representación de paisajes rurales idealizados, pero concretos, teñidos de color local a través de la integración de tipos populares, procesiones campesinas o bandidos, que dotaban a la obra de un naciente sentido regionalista.

A pesar de que no llegaran a constituir una escuela definida, los paisajistas románticos en España forman una corriente, no siempre valorada por la crítica, que agrupa a un conjunto de personalidades influidas por referentes extranjeros, la tradición flamenca y los británicos sobre todo, afín en su búsqueda de lo pintoresco, uniendo paisajes emocionales, el costumbrismo en los personajes y las referencias historicistas en las arquitecturas, todo a favor de una reafirmación de lo local y de lo específico.

Entre los paisajistas españoles, más que el óleo, fueron sus vehículos de expresión el dibujo, la acuarela y, en especial, el grabado, menos elitista y más acorde con el espíritu del capitalismo, como se pone de relieve en las series de Recuerdos y bellezas de España (1839-1865), con litografías de Parcerisa, o España pintoresca y artística (1844-1847), con litografías de Van-Halen, siguiendo la estela de la España artística y monumental (París, 1842-1844), ilustrado por Villaamil y con textos de Patricio de la Escosura.

El círculo madrileño

Entre los cultivadores españoles del género, el principal de todos es sin duda Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854). Muy influido por paisajistas británicos, como Roberts, Lewis o Turner, tras una primera etapa de eclecticismo prerromántico (c. 1823-1833), su imaginativo estilo, de técnica empastada y colores cálidos, queda bien reflejado en lienzos como Las gargantas de las Alpujarras (Fundación Santamarca, Madrid), Los Picos de Europa (1847, Palacio de la Moncloa) o Sevilla en tiempo de los árabes (1848, Palacio del Pardo).

Destaca también en el campo de paisaje la labor de Antonio Brugada (1804-1863), discípulo de Th. Gudin y, como él, especializado en paisajes marinos con navíos, de los que Naufragio de un navío francés junto a un faro (1841, Fundación Santamarca, Madrid), Episodio del combate naval de Lepanto (Museo del Prado, depósito en el Museu Marítim de Barcelona) o El combate del Cabo de San Vicente (Museo Naval, Madrid) son buenos exponentes.

También marinista, aunque en menor medida, fue Vicente Camarón (1803-1864), muy influido en sus paisajes por la tradición flamenca, como queda patente en Jauría persiguiendo a un jabalí (1845, Fundación Santamarca, Madrid).

La obra de Fernando Ferrant y Llausás (1810?-1854) estuvo dedicada de forma exclusiva a la pintura de paisajes, por lo general herederos del clasicismo francés, pero dotados del luminoso lirismo que muestra en Paisaje con lago y ermita en ruinas (ca. 1845, Granja de San Ildefonso, Segovia).

Vista del Castillo de Gaucín, Málaga. Jenaro Pérez Villaamil. 1807-1854Los paisajes del polifacético José M. Barrial y Flores (1807-1891) están marcados por su detallismo arqueológico, no exento en ocasiones de cierto lirismo cercano al de los paisajistas británicos.

Francisco de Paula Van-Halen y Maffei (c. 1800-1887), pintor de historia, es autor también de paisajes influidos por el estilo de Jenaro Villaamil. Vista del Monasterio de El Escorial (Palacio Real, Madrid) es muestra de ello

De Cecilio Pizarro (c. 1820-1886) merece destacarse también algunas obras, como por ejemplo su Interior de San Juan de los Reyes en Toledo (Museo Romántico, Madrid).

El círculo sevillano

Dada la cercanía de la pintura costumbrista a la de paisaje, no es de extrañar que muchos autores andaluces cultivaran con empeño el paisajismo. Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884) es el mejor exponente de este grupo. Su trabajo, en la línea de Villamil, queda perfectamente plasmado en Contrabandistas en la Cueva del Gato (1860, Museo de Sevilla) o en Vacas a la orilla del Guadalquivir (1860, Museo de Sevilla).

Andrés Cortés (c. 1815-c. 1879) firmó el cuadro La feria de Sevilla (Colección conde de Ibarra, Sevilla), su obra más celebrada, donde manifiesta su gusto por las panorámicas.

El círculo barcelonés

El nombre del pintor y dibujante de formación autodidacta Francesc-Xavier Parcerisa (1803-1876) está ineludiblemente unido a las 588 litografías de la monumental obra Recuerdos y bellezas de España, en once volúmenes, cada uno de ellos dedicado a una zona del país, acompañadas de textos de Francisco Pi y Margall, Pablo Piferrer, Pedro de Madrazo y José M. Quadrado. En la misma línea, fue autor de cuadros de monumentos, como Exterior de la catedral de Burgos (1860, Museo del Prado-Casón).

Lluis Rigalt i Fabriols (1814-1894) quedó desde pronto influido por el trabajo de su padre, el escenógrafo y primer profesor de Paisaje en l’Escola de Llotja de Pau Rigalt (1778-1845), como puede apreciarse en Paisaje con ruinas (1865, Museu d’Art Modern, Barcelona) y en otras, como Recuerdo de Cataluña (Museo del Prado, depósito en el Monasterio de Poblet), Vista de Mongat o Falda de Montjuic, todos ellos caracterizados por la precisión de su dibujo y cuidadoso tratamiento de la luz. Colaboró, asimismo, como dibujante en la obra España. Obra pintoresca.

La primera pintura de historia

La pintura de historia romántica fue introducida en España por el grupo de pintores cortesanos, discípulos de David, que a pesar de mantener todavía la ortodoxia neoclásica en lo formal, comenzaron a tratar en sus cuadros temas de la historia de propios de la historia nacional, preludiando la consagración definitiva del género en 1856, con la primera Exposición Nacional de Bellas Artes.

Si un discípulo de David como el pintor de cámara José de Madrazo (1781-1859) introdujo la temática en Asalto de Montefrío por el Gran Capitán (1838), su hijo, Federico de Madrazo y Kuntz (1814-1894), pintó en 1835 el que puede ser considerado ya primer cuadro de historia del romanticismo español, El Gran Capitan contemplando el cadáver del duque de Nemours después de la batalla de Ceriñola (Colección particular, Madrid).

Otro cultivado señero del género fue Juan Antonio Ribera (1779-1860), discípulo de Bayeu y David, que le introdujo en ella durante su estancia en París. Destaca, entre sus obras, La destrucción de Numancia (Real Academia de San Fernando, Madrid). En 1825 decoró una de las salas del Palacio de El Pardo con el Parnaso de los grandes hombres de España. Su hijo, Carlos Luís de Ribera (1815-1891), realizó en 1831, cuando contaba con 16 años de edad, el Descubrimiento de mar del Sur por Vasco Núñez de Balboa, al que seguiría La investidura de Enrique el Doliente como Príncipe de Asturias (1835). Siguió cultivando el género en Don Rodrigo Calderón en el acto de ser conducido al suplicio (1845), en Origen del apellido de los Girones (1849) y Granada, Granada, por los reyes don Fernando y doña Isabel! (1853-1890, Catedral, Burgos).

De Antonio María Esquivel merecen destacarse algunas otros iniciales de este género, caso de D. Sancho el Bravo persiguiendo al príncipe D. Juan en el momento en que este se refugia en el gabinete de la reina (1838), Cristóbal Colón pidiendo pan para su hijo en el convento de la Rábida o La Campana de Huesca (1850, Museo de Bellas Artes, Sevilla).

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