RECURSOS
DIDÁCTICOS

POESÍA

LÍRICA

Generalidades

Hasta bien avanzado el siglo XIX la poesía lírica mantiene su fidelidad a la estética neoclásica. Sólo a partir de 1835, y con escasos precedentes, comienza a renovarse el panorama poético bajo la influencia del romanticismo, primero a través de las revistas y, algo más tarde, entre 1840 y 1843, con la publicación de los principales poemarios.

La poesía se convirtió durante el Romanticismo en un medio literario especialmente apto para la expresión de la subjetividad, aunque el afán de originalidad tendiera en ocasiones a obstaculizar la manifestación sincera de los sentimientos. Muy cultivada fue la poesía descriptiva, ya fuera de paisajes o de ciudades, y también la poesía narrativa, sobre todo la de tema histórico, generalmente inspirada en la tradición cristiana, germana y medieval, ya fuera en los formatos breves (romance) o en los más extensos (leyenda). La fábula, de tinte moralizante, tendió, por su parte, al costumbrismo

En el terreno formal, los poetas del Romanticismo se enfrentaron abiertamente a la extravagancia barroquista que la estética rococó todavía tomaba de Góngora. En ello, los románticos coincidían con la labor de depuración formal emprendida por los neoclásicos, impulsando un lenguaje simbólico, pero colorista y musical. Se continuaron empleando, no obstante, algunos latinismos neoclásicos, caso de fúlgido, febril, vívido, siquier, cuán, de continuo, pero especialmente aquellos dotados de una densa carga emocional, como agonía, devaneo, delirio, histérico, frenesí, ilusorio, mágico, lánguido, fétido, funesto, fatídico, etc. A ello hay que sumar algunos a arcaísmos del tipo rompido, deparecer, alredor e incluso vulgarismos.

Se advierte, por otra parte, cierto gusto por la experimentación a partir de la tradición neoclásica. Es habitual, por ejemplo, emplear los metros menos frecuentes, los cortos en especial, y también, en una misma composición, los cambios de metro e incluso los de estrofa, preludiando con ello la libertad formal típica de Postromanticismo y del Modernismo. Se emplearon ampliamente algunas estrofas concretas, como el cuarteto, el terceto, la lira, la silva, la octava real y su variante, la bermudina, inventada por Salvador Bermúdez de Castro (1817-1837), cuyos versos cuarto y octavo son agudos. La polimetría o el empleo de escalas ascendentes o descendentes es otra característica formal típica de la poesía del romanticismo.

Precedentes

La denominada escuela poética de Salamanca, con figuras señeras, Meléndez Valdés y Jovellanos sobre todo, como telón de fondo, tuvo una especial significación para la etapa de transición hacia el romanticismo. La actividad del insobornable liberal Manuel José Quintana (1772-1857), por ejemplo, constituye tal vez el mejor ejemplo de transición entre la Ilustración y el Romanticismo en el terreno poético. Sus Poesías patrióticas, corregidas y aumentadas en 1813, son un ejemplo de fidelidad a la estética clasicista en composiciones que, sin embargo, destilan un desbordado fervor político. Francisco Sánchez Barbero (1764-1819) constituye otro buen ejemplo de continuidad en el cultivo de los moldes estéticos dieciochescos en poemas de altisonante tono prerromántico. Diferente es el caso de Juan Nicasio Gallego (1777-1853), cercano al cuidado formal de los poetas sevillanos, o del comedido José Somoza (1781-1852), más volcado en la temática bucólica.

Por su parte, los autores integrados en la escuela poética de Sevilla practicaron una poesía marcadamente clasicista, aunque teñida de un cierto romanticismo inicial. Tras Manuel María de Arjona (1771-1820), verdadero iniciador del grupo, el afrancesado José Marchena (1768-1821) constituye un buen ejemplo de ello, como muestran sus traducciones de Ossián. Félix José Reinoso (1772-1841) mantuvo los clichés neoherrerianos para incorporar algunos rasgos prerrománticos al final de su obra. Más trascendente es la actividad de Manuel Maria del Mármol (1769-1840), el mejor representante de la línea popularista de todo el grupo, merced a sus romances, que adelantaban temas románticos, aunque sin abandonar en ningún momento el rigor formal del clasicismo. José María Blanco y Crespo, más conocido por Blanco White (1775-1841), quizás el más célebre miembro de la escuela, desarrolló una obra poética, sin embargo, poco estudiada, que evidencia, sobre todo en su etapa final, una expresividad sentimental y metafísica plenamente romántica. El gran poeta de esta época de transición es, sin embargo, Alberto Lista (1775-1849), maestro de muchos jóvenes románticos, y autor de gustos marcadamente neoclásicos y de temática ilustrada, su obra se mantuvo dentro de un eclecticismo que sólo tímidamente insinuaba posteriores desarrollos hacia el romanticismo.

Otros autores, que comparten esta misma trayectoria a caballo del buen gusto ilustrado y de la agitación romántica, aunque no encuadrado en ninguna de las dos escuelas señaladas, son Juan Bautista de Arriaza (1770-1837), Manuel de Cabanyes (1808-1833), Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), José Joaquín de Mora (1783-1864), Juan María de Maury (1772-1845) o Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías (1783-1851).

La persistencia clasicista de los jóvenes poetas

La influencia de la poesía dieciochesca, especialmente la de Quintana, Cienfuegos y Lista, sobre los jóvenes románticos fue notable. Tras una primera fase juvenil, de claro corte clasicista, la poesía de Mariano José de Larra (1809-1837), escasa y no muy original, experimentó una evolución que le llevó a principios de los años 30′ hacia temas menos profundos y una métrica también más liviana.

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (1791-1865) es autor de composiciones poéticas con claras reminiscencias de los poetas del siglo XVI, de Garcilaso o Lope, pero en consonancia con los gustos neoclásicos de Meléndez Valdés y Lista. No obstante, su gusto por el color local y cierta agitación sentimental constituyen ya elementos de clara raigambre romántica.

Juan Arolas Bonet (1805-1849) publicó unas primeras obras de marcado gusto dieciochesco, sorprendentes por el tono erótico que adoptan en su primera etapa, antes de cultivar composiciones de inspiración histórica en una segunda etapa, para acabar con obras claramente inspiradas en Byron, Lamartine o Victor Hugo, ya plenamente románticas.

El gaditano Antonio García Gutiérrez (1813-1884) cultivó en sus inicios una poesía que seguía muy de cerca la estela de Quintana y Cienfuegos, tanto de temática amorosa, como política, aunque quizás sean los de carácter narrativo e histórico los de mayor calidad, en especial los de temática orientalista.

La influencia neoclásica es patente en la primera obra poética de Eugenio de Ochoa (1815-1872), aunque posteriormente se desplazará a terrenos más afines al romanticismo en composiciones de marcado tono didáctico.

Espronceda

José de Espronceda (1808-1842) es el poeta romántico español por excelencia, algo de lo que no sólo su generación, sino incluso él mismo fue consciente. Ferviente liberal, activamente implicado en las circunstancias políticas de su época, el autor extremeño aportó a la poesía un notable caudal de novedades, entre las que destacan las modulaciones métricas, las estructuras sintácticas iteractivas, el uso de imágenes innovadoras, la fusión de registros expresivos contrapuestos y, sobre todo, la introducción del «monólogo dramático».

Iniciado en el marco del neoclasicismo, entre 1822 y 1827, tras algunos primerizos ejercicios de estilo, su poesía de juventud comienza a volverse más personal y comprometida hasta que asuma el plan y las octavas que Alberto Lista, su maestro, le entregó para la composición épica El Pelayo, obra que dejaría inacabada tras una década de trabajo. El descubrimiento durante su destierro (1828-1833) de Ossián y del «estilo trovador», de raíz conservadora, le introdujo en el primer romanticismo, pero sin abandonar del todo la estela clasicista. Su lírica de esos años es cada vez más íntima, tiñéndose de ambientaciones medievales y exóticas hasta dar a imprenta, en 1835, la Canción del pirata, con en el que se abandona definitivamente el clasicismo y también, de paso, la veta historicista.

Se abre, a partir de entonces, una nueva etapa, genuinamente romántica, caracterizada por la plasmación poética de los principios liberales de ansia de libertad, humanitarismo, ausencia de sentimiento religioso, denuncia de las convenciones sociales, etc. A esta misma etapa pertenecen varios poemas de desengaño amoroso recogidos en su obra Poesías (1840).

El estudiante de Salamanca (1835?-1840?) constituye la expresión de un Romanticismo radical, el descenso a los infiernos de un rebelde, en una composición formalmente marcada por la mezcla de géneros y la alternancia de metros, entre la destaca el virtuosismo la escala métrica que cierra la obra

El diablo mundo (1840-?) es un largo poema inconcluso, fragmentario, inarticulado, en el que un anciano rejuvenecido o, mejor, renacido, en Adán se lanza a un descubrimiento de la maldad inherente a los hombres que conforman la sociedad y, en definitiva, el mundo.

Poetas esproncedianos

Sin llegar a constituir una escuela, existe un grupo de poetas unidos por cultivar composiciones preñadas de melancolía y subjetivismo, que siguen claramente la estela de Espronceda. Destacan, entre ellos, Antonio Ros de Olano, marqués de Guad-el-Jelú (1808-1887), Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Salvador Bermúdez de Castro (1817-1837), Gabriel García Tassara (1817-1875) o Miguel de los Santos Álvarez (1818-1892).

Otros poetas

Merece recordar siquiera el nombre de algunos otros representantes, menores pero significativos, de la poesía romántica en España, caso de Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863), Jacinto Salas y Quiroga (1813-1849), Eugenio de Ochoa (1815-1836) o Pablo Piferrer y Fábregas (1818-1848).

José Zorrilla

José Maximiliano Zorrilla y Moral (1817-1893) fue autor de poesía lírica, al principio muy influida por las odas de Lamartine. Sólo a partir de su exilio volverá a retomar el cultivo de este género, ya con un tono bastante más original, en composiciones elaboradas a modo de epístolas en las que trata temas habituales en toda su obra, el papel del escritor, su militante fe católica o su no menos acendrado patriotismo.

Al género épico pertenecen tanto las historias épicas o epopeyas, como La leyenda del Cid o Granada -aunque inacabada, la más sobresaliente-, como algunos cuentos versificados de índole moralizante, sus conocidas leyendas históricas, posiblemente lo más destacado de su producción poética. Escritas en su mayoría entre 1838 y 1845, destacan títulos como A buen juez, mejor testigo, Un testigo de bronce, Margarita la tornera o El Capitán Montoya.

ÉPICA

Generalidades

El descubrimiento en toda Europa de la poesía antigua, contemplada como origen de la verdadera poesía nacional, se une a la recuperación de la literatura caballeresca y, junto a ella, de la Biblia, tomada como modelo de las literaturas orientales.

A pesar del polimetrismo y poliestrofismo de algunos autores, que evolucionará hacia la innovadora adopción de las escalas métricas, acabará por triunfar las tesis propugnada por Agustín Durán en el Discurso preliminar de Romancero de romances caballerescos e históricos anteriores al siglo XVIII (1832, incluido en Romancero general, (1849-1850), en línea con lo defendido en Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro español antiguo (1828) y también por el Eugenio de Ochoa de Tesoro de los romanceros y cancioneros españoles (1838), donde defiende la incorporación de todo el primitivismo de los romances, populares, flexibles y muy «románticos», a la lírica nacional.

La producción de corte épico está dominada durante el Romanticismo por composiciones de romances y romances históricos, breves narraciones de algún episodio de carácter históricos o legendario, generalmente en octosílabos asonantados, especialmente desde la publicación de Romances históricos (1841) del Duque de Rivas, colección de amanerados «episodios nacionales» de tono desencantado, plagado de héroes apasionados que fracasan en su empeño contra el destino fatal. Suelen contener un marcado tono romanceril y arcaizante, no poco monótono, aunque surcado por una rica adjetivación, especialmente evidente en la profusión de sintagmas epitéticos. Son también frecuentes las leyendas inspiradas en la épica nacional iniciada por Telesforo de Trueba y Cossío (1799-1835) en The Romance of History. Spain (1830), traducido al castellano como España romántica. Colección de anécdotas y sucesos novelesco sacados de la Historia de España (1840).

En el plano formal domina el poliestrofismo, con alternancia de partes narrativas con otras de tono más lírico y narrativo, las disgresiones y la combinación de dicción de tono sencillo con otra más retórica, así como los temas extraídos de la tradición oral o libresca junto a los procedentes de la imaginación del autor. Otros poemas más cortos adquieren la forma del cuento, a modo de poema narrativo de forma polimétrica breve, que gira en torno a algún acontecimiento de cariz misterioso o gótico, a veces de inspiración popular o erudita, y termina con un final inesperado.

Importante fue la influencia del género trouvadour, de procedencia francesa, con el precedente de El canto del cruzado de José de Espronceda (h. 1832), se desarrolló a partir de los años treinta e influyó en El bulto vestido de negro capuz (1835) de Patricio de la Escosura (1807-1878). Al mismo género pertenecen Ricardo (1835) de Julián Romea, El guerrero y su querida (1836) de Marcelino Azlor, El sayón de Gregorio Romero Larrañaga o Blanca de Juan Francisco Díaz, El trovador de María Josefa Massanés (1837) o Los dos rivales (1840) de García Gutiérrez.

Precedentes

Una primera etapa, que cubre hasta grosso modo 1820 está dominada por una épica exaltada y patriótica de los poemas heroicos, formalmente continuadora de los parámetros clasicistas, pero inspirados en temas directamente tomados de la Guerra de la Independencia o buen en asuntos históricos, medievales sobre todo, que no por ello dejaban de remitir a la situación contemporánea.

Buena muestra de ello son obras como El paso honroso (1812/1820), sobre el episodio caballeresco de Suero de Quiñones, obra teñida aún de clasicismo, de Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (1791-1865); Doña Elvira de Guzmán (ca. 1815), de Meléndez Valdés; y Ommíada (1816), de Gaspar Mª de Nava, Conde de Noroña (1760-1815), sobre la vida de Abd al-Rahman I, fundador del emirato de Córdoba, composición de vagas reminiscencias orientales, a la manera de Tassio, pero todavía encorsetadas en pautas rigurosamente clasicistas. A este ciclo pertenece también tanto La Alonsíada (1818), sobre la conquista de Menorca por el monarca Alfonso III de Aragón en 1287, del historiador Juan Antonio Ramis y Ramis (1746-1819); como otras dos composiciones del ex jesuita Pedro Montengón (1745-1824), La conquista de México por Hernán Cortés (1820) y La pérdida de España reparada por el rey Pelayo (1820).

La ruptura con el clasicismo

El surgimiento, a partir de 1820, del romance narrativo, combinado con imitaciones de Ossián, sirve de preámbulo a la épica, definitivamente romántica, que comienza a desarrollarse desde 1834. La selección, cada vez más frecuente, de asuntos de raigambre medieval, combinado con el uso predominante de la octava, que sigue siendo metro principal, da el tono a esta primera fase. El creciente auge experimentado por este género, en gran parte influido por la recuperación del romancero tradicional, se vio renovado poco después gracias a su aproximación a la novelística, dando lugar a una ruptura definitiva con los esquemas del clasicismo.

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (1791-1865), tras algunos primerizos ensayos, como los de Florinda (1824-1826), influido por El Rodrigo de Pedro Montengón, y El faro de Malta (1829); logra su obra más sobresaliente en este campo con El moro expósito o Córdoba y Burgos en el siglo décimo (1830-1834), basado en la leyenda de los infantes de Lara. Entre las principales virtudes de esta extensa obra compuesta en cuartetos de endecasílabos asonantados, merece reseñarse la hábil mezcla de lo maravilloso y lo cotidiano, así como el uso de recursos cercanos a las novelas de W. Scott, en especial en la construcción de la intriga. Fue, no obstante, en Romances históricos (1841) donde Saavedra alcanzó a sintetizar el esquema típico del romance histórico del romanticismo español, en buena medida basado en la imitación de los antiguos romances, que llegaría a servir de modelo a otros numerosos autores.

Juan Arolas Bonet (1805-1849) cultivo el género entre 1837 y 1847, creando una serie de composiciones de notable calidad, caso de La leyenda del Cid, Felipe II y Antonio Pérez, El anillo de Carlomagno y otros de inspiración oriental y fantástica que sobresalen por el uso fluido del polimetrismo y cierto gusto cosmopolita.

Salvador Bermúdez de Castro, duque de Ripalda (1817-1883), dio a la imprenta unos Ensayos poéticos (1840), donde se recogían composiciones variadas, marcadas por cierta desazón espiritual.

A modo de novelas históricas en verso, la leyenda fue un tipo de composición que compartió la trayectoria del romance dentro del romanticismo. José Joaquín de Mora recogió las suyas en Leyendas españolas (1840), donde deja patente su admiración por Byron. De los 20 poemas que lo integran tal vez sea Don Opas el más representativo.

Gregorio Romero Larrañaga (1814-1872) agrupó su producción poética en Poesías (1841), cuyo segundo tomo, titulado Cuentos históricos, leyendas antiguas y tradiciones populares, recoge las composiciones narrativas. Le siguió, en este mismo terreno, Historias caballerescas españolas (1843).

De Pablo Piferrer y Fábregas (1818-1848) merece la pena destacar Romances en lenguaje antiguo (1842), cuyo título responde al uso de fórmulas lingüísticas arcaizantes (fabla), a lo que siguieron otras dos colecciones, El ermitaño de Montserrat (1842) y Las Navas de Tolosa (1842).

De la composiciones poéticas debidas a Antonio García Gutiérrez (1813-1884) sobresalen dos romances históricos, El conde de Saldaña (1842) y Los siete condes de Lara (1844). Son también dignos de mención otros dos autores, Antonio Ribot y Fontseré (1813-1871), que publicó un Romancero del Conde-Duque (1842) y la epopeya Solimán y Zaida o el precio de una venganza (1849), y Vicente Boix y Ricarte (1813-1880), autor de Guillem Sorolla (1850).

José Justiniano y Arribas y su Roger de Flor (1854) corresponde ya a la fase de amaneramiento del género del poema heroico. Evaristo López, autor de La Alfonsiada o la conquista de Toledo (1864), es un ejemplo de ello, como lo son también La ciudad eterna o los cristianos (1848) de Francisco Lorente y El hijo de María (1852) de Vicente Álvarez Aranda, ambos de tema religioso. De inspiración más reciente es El abrazo de Vergara (1858) de Marcial Busquets, sobre el carlismo, y, en especial, varios poemas sobre la guerra de África. Destacan aquí La ciudad eterna o los cristianos (1860) de Francisco Garcés Marcilla y otras dos obras de Miguel Blanco Guerrero, La Guerra de África (1860) y La Atlántida (1860).

Se siguió cultivando asimismo la leyenda, no sin acierto, como muestra Madrid dramático (1870) de Antonio Hurtado y Valhondo o las composiciones de Manuel Cano y Cueto contenidas en Leyendas y tradiciones de Sevilla (1875) y en Tradiciones sevillanas (1895).

Proliferaron, por último, en esta etapa de transición al realismo, las colecciones de romances, ya fuera en romanceros legendarios de tema monográfico, como Romancero de Numancia (1866) de Antonio Pérez Rioja o Romancero de Cristóbal Colón (1866) de Ventura García Escobar; ya fuera en romanceros generales, como El romancero histórico. Vidas de españoles ilustres (1859) de Alfonso García Tejero (1818-1890), El romancero de los once Alfonsos (1863) de Ricardo Velasco y AyllónEduardo Fuentes o Ecos de gloria. Leyendas históricas (1863) de Faustina Sáez de Melgar (1834-1895). Junto a ellos aparecieron otras colecciones colectivas de variada inspiración. Romancero de la Guerra de África (1860) y Romancero español contemporáneo (1860) recurren a temas contemporáneos, mientras Romancero de Jaén (1862) adquiere un tono marcadamente localista. En fin, Romancero español. Colección de romances históricos y tradicionales (1873) o Novísimo romancero español (ca. 1878-1879) continuaron los viejos moldes del romance de inspiración tradicional.

OTRAS FORMAS POÉTICAS

Fábula

Íntimamente ligado a la literatura clasicista de la Ilustración -baste recodar las figuras de Iriarte y Samaniego-, la fábula quedó lejos de desaparecer durante el auge del romanticismo. El uso de alegorías versificadas con fines moralizantes continuó manteniendo en el siglo XIX una notable aceptación. Juan Eugenio Hartzenbusch (1803-1880) es sin duda el mejor representante de ello y sus Fábulas puestas en verso castellano (1848) su ejemplo más acabado.

Sátira

La poesía festiva y burlesca de intencionalidad mordaz y satírica fue cultivada por numerosos autores del periodo romántico. No obstante, sin olvidar figuras como Wenceslao Ayguals de Izco (1801-1873) o Juan Martínez de Villergas (1816-1894), es Manuel Bretón de Herreros (1796-1873) el que quizás supo sacar mayor provecho de este género. La desvergüenza tal vez sea su composición más lograda en este campo.

BIBLIOGRAFÍA

AULLÓN de HARO, P. (1988) La poesía en el siglo XIX (Romanticismo y Realismo), Madrid, Taurus.

AYUSO RIVERA, J. (1958) El concepto de Muerte en la poesía romántica española, Madrid, Fundación Universitaria Española.

COSSÍO, J. M.ª (1960) Cincuenta años de poesía española (1850-1900), Madrid, Espasa-Calpe, 2. vols.

NIEMEYER, K. (1992) La poesía del premodernismo español, Madrid, CSIC.

PEÑA, P. J. de la (1986) La poesía del siglo XIX. Estudio, Valencia, Victor Anega editor

URRUTIA, J. (ed.) (1985) Poesía española del siglo XIX, Madrid, Cátedra.

LÓPEZ CASTRO, A. (2003) Poetas españoles del siglo XIX, León, Universidad de León.

Entradas