RECURSOS
DIDÁCTICOS
GENERALIDADES: VISIÓN DEL MOVIMIENTO
La profunda dislocación social generada a raíz de la liquidación del Antiguo Régimen y su consecuente transición a la sociedad liberal y burguesa abrió a partir del segundo tercio del siglo XIX una crisis generalizada de los valores tradicionales, que afectó de forma directa a la filosofía ilustrada y, más concretamente, en el terreno literario y artístico, a la estética neoclásica o clasicista. Su ideal, la consecución rigurosa y metódica del decoro, será a partir de este momento desplazado por las nuevas propuestas románticas.
No obstante, la misma naturaleza multiforme, cuando no paradójica, de esta transición ha impedido alcanzar entre los críticos acuerdos generales sobre los contenidos fundamentales del Romanticismo hispánico más allá de su acendrado nacionalismo a la búsqueda de la recuperación de los valores cristianos y, en general, de los de la Edad Media. Superada la visión de algunos autores, con E. Allison Peers a la cabeza, sobre la naturaleza esencialmente romántica de España, manifestada en la dramaturgia del Siglo de Oro, en ciertos autores del siglo XVIII, que enlazaban con los autores de la centuria siguiente, también las interpretaciones de Á. del Río, para quien la heterodoxia romántica nunca pudo arraigar en la católica España, han acabado siendo desplazadas desde los años setenta del pasado siglo por posturas más sociológicas, que intentan ligar la evolución de las ideas estéticas con los grandes transformaciones históricas a que asiste todo el siglo XIX. Dentro de esta línea argumental, tras un primer momento, en que la recepción del Romanticismo en España fue tomado como un fenómeno fundamentalmente rupturista ligado al liberalismo -tal era la idea de R. Navas Ruiz por ejemplo-, en los últimos años algunos investigadores, como P. Sebold, han pasado a incidir en la continuidad del movimiento romántico con los precedentes neoclásicos, mientras otros, caso de D. Flitter o J. Hernando, señalaban la importancia de sus componentes conservadores.
Denominación
Derivado del inglés romantik, el término romántico aparece por primera vez en España en 1821, inserto en un artículo de Alberto Lista publicado en las páginas de El Censor. Su uso, no obstante, converge con otros términos, como el de osiánico, alusivo a Ossián, el legendario bardo escocés, y también al de romancesco, referido a cualquier ficción inverosímil y, por tanto, ajena a las ficciones verídicas que caracterizaban lo novelesco. Romancesco era equivalente sobre todo a todo lo relacionado con los romances épicos de caballería y, más concretamente, al conjunto de emociones que despertaba la novela histórica neomedieval del momento.
Cronología
Preromanticismo (1770-1800)
Aunque estudiosos como Sebold defienden el carácter romántico de la sensibilidad de determinados autores de finales del siglo XVIII, como Cadalso, Jovellanos, Meléndez Valdés o Cienfuegos, la significación que parece corresponder a estos autores es la de precursores inmediatos del romanticismo a partir de las coordenadas de cierto neoclasicismo no académico.
Romanticismo clandestino (1800-1830)
Antes de 1814 una serie de traducciones de Rosseau, Chateaubriand, Goethe o de Osián comienzan a dejar huellas en obras como La soledad (1812) o La tormenta de Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) y, en especial, en Ramiro, Conde de Lucena (1812, 1823) de Rafael de Húmara y Salamanca, una historia de celos entre Ramiro, su esposa Isabel y la mora Zaida ambientada en la Sevilla recién conquistada por Fernando III, cuya importancia, más que en su calidad literaria, escasa, reside en ser la primera creación plenamente romántica en España. En su « Discurso preliminar » Húmara se revela como un tradicionalista amante de Scott, Byron y Chateaubriand.
Romanticismo (1830-1850)
La eclosión del romanticismo literario puede situarse sin grandes dudas entre la tercera y cuarta década de la centuria, cuando hacen su aparición obras tan significativas, como La conjuración de Venecia (1834) de Francisco Martínez de la Rosa, Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) del Duque de Rivas, El estudiante de Salamanca (1835?-1840?) o Poema del demonio (ca. 1839-1842) de G. García Tassara (1817-1875), sin olvidar, en el terreno de las artes, trabajos tan significativos como El Gran Capitan contemplando el cadáver del duque de Nemours (1835) de Federico de Madrazo (1814-1894) o Una lectura de Zorrilla (1846) de Antonio María Esquivel (1806-1857).
Postromanticismo (1850-1870)
Mayores son las dificultades para señalar el cierre del romanticismo literario. Aunque algunos críticos mantienen la perduración de un romanticismo multiforme (simbolismo, modernismo, surrealismo, novísimos) hasta nuestros días, la mayor parte se decanta canónicamente por situar su agotamiento a partir del auge del realismo, en torno al tercer cuarto del siglo.
Evolución
Los inicios del romanticismo español están profundamente marcados en su vertiente literaria por lo que se ha dado en llamar la polémica calderoniana. En 1814, un año después de su conversión al catolicismo, Nicolas Böhl de Faber (1770-1863), un comerciante alemán profundamente conservador establecido en Cádiz desde 1794, publicó en el Mercurio Gaditano un artículo, « Reflexiones de Schlegel sobre el teatro traducidas del alemán », glosando las opiniones del filósofo de Jena sobre el teatro de Calderón de la Barca y en el que se hacía una encendida defensa de la monarquía absoluta. La réplica vino, poco después, de parte de un afrancesado, José Joaquín de Mora (1783-1864), defensor de los conceptos de buen gusto del arte clásico y, por tanto, enfrentado a la idea de ver en Calderón lo más esencial de la literatura española. Tras la publicación por parte de Böhl de Faber del folleto Donde las dan las toman, que pudo haber puesto a Mora en una situación políticamente complicada, éste reabrió la polémica en 1817 desde las páginas del periódico madrileño Crónica Científica y Literaria (luego, El Constitucional), en defensa de la nueva sensibilidad, decididamente opuesta, en lo estético y también en lo ideológico, al clasicismo y aún a los principios ilustrados. Posteriores fueron las intervenciones de un tal Cavaleri Pazos y de Antonio Alcalá-Galiano, este a favor de Mora, aquel apoyando a Böhl de Faber, que en 1820 recogía todos sus artículos, aunque con significativas correcciones, en Vindicaciones de Calderón y del teatro antiguo español contra los afrancesados en literatura. En él su autor demostraba estar muy al tanto de del romanticismo europeo, desde Schlegel a Sismondi y desde Byron a Mme. de Staël. Todavía en 1838 Alcalá Galiano aludía al empate técnico que había cerrado la polémica.
La etapa del Trienio Liberal (1820-1823) está marcada por los inicios del costumbrismo, con obras como Mis ratos perdidos (1822), de Ramón Mesonero Romanos, seguido por Mariano José de Larra (1809-1837) en las páginas de El duende satírico del día (1828) y El pobrecito hablador (1832). Su producción estaba muy influenciada por los cuadros de costumbres de Eugenio de Tapia (1776-1860) o Sebastián Bedoya, pero también por la corriente costumbrista europea, sobre todo, la francesa. Entre 1823 y 1824, iniciada ya la reacción absolutista, además de publicarse Ramiro, Conde de Lucena (1823) de Rafael de Húmara y Salamanca, vio la luz en Barcelona el periódico El Europeo, en cuyas páginas colaboradores españoles, alemanes e italianos realizaron una encendida defensa del romanticismo medievalista, cristiano y nacional y una moderada crítica al clasicismo afrancesado. La revista acogió artículos, como los de Aribau, que propugnaban la revalorización de la Edad Media, divulgaban las teorías de Schiller o reseñaban traducciones inglesas de poemas hindúes, mientras López Soler abordaba la disputa entre románticos y clásicos, defendiendo las virtudes de cada uno de ellos.
La persecución a que fueron sometidos durante la Década Ominosa (1823-1833) forzó el exilio en París o en Londres de numerosos autores, como Mora, Alcalá Galiano, Francisco Martínez de la Rosa, Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (1791-1865), Eduardo Manuel de Gorostiza (1789-1851) y también de otros autores más jóvenes, José de Espronceda (1808-1842) o Eugenio de Ochoa (1815-1836) por ejemplo. Ello les permitió entrar en contacto directo con el romanticismo europeo, mientras en España se asistía a un rebrote neoclasicista auspiciado por la censura, caracterizado por un cierto resurgir de la comedia de corte moratiniano más banal y el predomino de las traducciones, entre ellas las de Byron o Scott.
Debe destacarse, no obstante, la labor editorial emprendida en estos momentos, desde Valencia, por Ferrer de Orga y, sobre todo, por Mariano de Cabrerizo, cuya casa acogió Los bandos de Castilla o el caballero del cisne (1830), de Ramón López Soler (1806-1836), de declarada influencia scottiana. En Barcelona, figura destacada del mundo editorial de la época fue Antonio Bergnes de las Casas (1800-1879), responsable de la implantación de romanticismo en Cataluña. A la de Cabrerizo y Bergnes debe sumarse la actividad editorial, en Madrid, de Repullés, responsable de la Colección de novelas históricas españolas originales (1833-1834), que acogió obras de Larra, Espronceda, Patricio de la Escosura (1807-1878), etc. Mención especial merece también Manuel Rivadeneyra, fundador, junto a Aribau, de la muy prestigiosa colección Biblioteca de Autores Españoles (1845-1862).
En cuanto a las revistas, no pueden dejar de citarse, además del Mercurio Gaditano y del Diario Mercantil, en Cádiz, y de El Europeo (1823-1824), en Barcelona, publicaciones madrileñas, como El Censor (1820-1822), de inspiración ilustrada, y en especial El duende satírico del día (1828), impulsada por Larra. Rival suyo fue El Correo Literario y Mercantil (1828-1833), de José María Carnerero, fundador también de Cartas Españolas (1831-1832), a la que sucedió Revista Española (1832-1836), contemporánea de La Abeja (1834-1836), más moderada y de corte clasicista. En Barcelona es preciso aludir a El Vapor (1833-1838), de orientación regionalista. Su desarrolló se benefició del talento de ilustradores tan señeros, como Leonardo Alenza (1807-1845), Vicente Castellón (1815-1872), Antonio Esquivel (1806-1857), Federico Madrazo (1815-1894), Javier Parcerisa (1803-1876), Genaro Pérez Villamil (1807-1854), etc.
Animaron la situación tertulias y asociaciones como las de la barcelonesa Sociedad filosófica (1814-1821), de Aribau, o la promovida por Mariano de Cabrerizo hacia 1825 en su librería de Valencia. En Madrid fueron Los numantinos (1823-1825), de carácter más político, y, en especial, desde 1829, la de El Parnasillo, la más importante de todas ellas. De carácter más institucional fueron otras iniciativas convergentes. En 1835 se refundó el Ateneo madrileño, sucesor del que existió entre 1820 y 1824, con ánimo de dar ejemplo de convivencia ideológica en las tres secciones en que se dividía: la Academia, el Instituto de Enseñanza y el Círculo Literario. Dos años más tarde nació el Liceo, organizador de juegos florales y editor de El Liceo Artístico y Literario. Poseyó teatro propio, dirigido por Ventura de la Vega.
Fuentes
Siglo de Oro
La inspiración de la dramaturgia del la tradición áurea se mantuvo a lo largo del siglo XVIII a través de una serie de adaptaciones y refundiciones auspiciadas por los ilustrados españoles, más por patriotismo que por convicción estética, en reacción a las críticas, basadas en el canon clásico, de autores extranjeros. Por su parte, los románticos, a la vez que -desde posiciones liberales-, vaciaban de contenido ideológico la tradición del Siglo de Oro, en especial el dogmatismo religioso, el absolutismo monárquico, el fanatismo del honor, asumieron su anticlasicismo, la mezcla de géneros, el gusto por lo popular, el recurso a temas históricos del país.
Ilustración
Los primeros románticos no sólo se educaron en el clasicismo, sino que lo practicaron activamente como epígonos, heredando el gusto por el colorido local, el orientalismo o cierta melancolía patriota, pero rechazando a la vez otros valores, como el afrancesamiento, el despotismo ilustrado o la defensa del preceptismo amanerado. El romanticismo español incorporó así los principios ilustrados, pero desligados de las formas típicas del clasicismo.
Liberalismo
En general, los literatos del romanticismo español se decantaron por actitudes políticamente liberales. Fueron pocos los que, como B�hl de Faber, optaron por apoyar el absolutismo fernandino o, más tarde, al proyecto contrarevolucionario de los carlistas, como sucedió con Francisco Navarro Villoslada (1818-1895). Ello no significa que, dentro de ese liberalismo general, las posiciones más conservadoras fueran minoritarias, pero sí que aceptaban las ideas de estado nacional, monarquía controlada y libertades esenciales.
Temas
En buena medida, la temática del romanticismo se organizó a partir de la desgarradora tensión entre la subjetividad y el genio individual del artista, por un lado, y el mundo exterior, por otro. Al primer polo pertenece toda la exaltación del mundo de los sentimientos. El amor y el desamor, ya sea siguiendo la senda del intimismo sentimental; ya sea la de la pasión desatada, absoluta, obsesiva y antisocial, siempre trágica, es el gran tema del romanticismo. Su tratamiento generó imágenes de la mujer como « ángel de amor », hermosa, ingenua y sumisa; o bien de la mujer fatal, perversa y vengativa; a veces víctima.
La vida, concebida como una carga metafísica, sólo soportable gracias al amor, constituyó otro gran tema de reflexión. A falta del consuelo del ser querido, la muerte se convertía para los románticos en una permanente compañera de viaje y en el irremediable horizonte de una existencia sin sentido, melancólica y vacía, cercana a una agonía que reclamaba el suicidio como única solución liberadora.
No debe extrañar, pues, que la religión fuera también un tema recurrente entre los autores del romanticismo, que suelen abordarlo desde una perspectiva íntima, subjetiva, poco dogmática y, por tanto, claramente enfrentada a la odiada Inquisición, cuya capacidad de limitar la libertad de expresión estaba lejos de haber desaparecido. En algunos casos extremos, la insatisfacción frente a la ortodoxia eclesiástica se llegó a manifestar en temas ligados al satanismo, a la rebeldía frente a la divinidad.
En el otro polo de esta tensión, el que afecta a la proyección del interior en el mundo, aparecen dos temas convergentes de frecuente tratamiento. La Historia, el pasado nacional, especialmente periodos como la Edad Media o el Siglo de Oro, considerados antítesis de la Antigüedad clásica, supone en estos momentos, junto a los temas ligados al mundo oriental, una permanente fuente de inspiración para literatos y artistas en general. Es también muy importante todo lo que afecta a los conflictos sociales, que despiertan en estos autores el compromiso y la conciencia de estar llamados a la misión de luchar, en aras del humanitarismo, por la consecución de las libertades de expresión, de culto o de pareja, en el seno del proceso de construcción de los estados nacionales.
Estética
Color local
Los autores románticos, los pintores no menos que los literatos, rechazaron toda abstracción universalista, aferrándose a lo concreto y a lo próximo. La geografía local y las costumbres populares se convirtieron así en una constante. La naturaleza, agreste y salvaje, triunfante sobre la insignificancia del hombre, se presentaba animada, es decir adecuada al alma de los personajes, cuyos sentimientos constituían, a su vez, calcos de las fuerzas naturales, ora atormentados, ora ensimismados.
Fantasía
Los románticos hicieron énfasis constante en cualquier forma de conocimiento que implicase una alternativa a la reflexión racional. La intuición y el presentimiento, la imaginación y la fantasía, el sueño y la locura eran concebidos por ellos como vías privilegiadas de acceso al saber auténtico y vital, a las claves de la existencia.
Tipos
El tratamiento romántico de los personajes se caracterizó más por sus conductas previsibles que por su riqueza y profundidad psicológica. Se trataba, por ello, antes de símbolos sociales que de sujetos autónomos; es decir, de arquetipos, siempre dotados de una elevada gestualidad, que exteriorizaba así el conflicto interior. De ahí nacieron las figuras del héroe apasionado, dotado de todas las virtudes medievales (fe, nobleza, valentía, lealtad, caballerosidad), permanentemente perseguido por un destino fatal, o la del antihéroe taimado, tiránico y vengativo.
Lenguaje
Los románticos sustituyeron los grandes referentes mitológicos de la estética clasicista por otros motivos mucho más próximos al autor, aunque no menos idealizados, de ahí su casticismo expresivo, depurado de extranjerismos, especialmente los galicismos. Se rechazaba, en íntima conexión con este cambio, toda forma de jerarquización en el uso del lenguaje, especialmente en el terreno del léxico. A la vez, como medios de producir el asombro del lector y el espectador, se tendió a incidir en el carácter enfático de la expresión, correlato lingüístico del gesto, así como el gusto por el exceso retórico.
Géneros
Frente a la rígida separación de géneros propia de la preceptiva neoclásica, el romanticismo defendió su mezcla sin más criterio que el arbitrio soberano del autor. Prevalecieron así el drama, en el que se fundían elementos trágicos y cómicos, e incluso el uso de prosa y verso en la misma obra. En poesía, más conservadora en este aspecto, no fue raro mezclar diferentes metros, mientras la poesía épica se aproximaba al género dramático y la poesía narrativa lo hacía a la novela a través del cuento o la leyenda.
« Manifiestos »
Agustín Durán (1789-1862)
Desde su Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español (1828), intentó promover una fórmula específica para el teatro español a partir de las tesis de Schlegel, por un lado, y las de Alberto de Lista, por otro. De tinte claramente conservador, su propuesta, guiada por las observaciones de los Böhl de Faber, estaba basada en la recuperación y revalorización del teatro del Siglo de Oro, de la poética popular contenida en el Romancero y, en general, de la estética cristiana del pasado medieval, optando, en lo que a cuestiones formales se refiere, por un uso flexible de las reglas clásicas de las unidades.
Juan Donoso Cortés (1809-1853)
Antes de mirar a posiciones mucho más tradicionalistas, defendió desde su Discurso de apertura en el Colegio de Cáceres (1829) el surgimiento del romanticismo sobre la herencia cultural que siguió a la caída y ruina del imperio romano, entroncando de este modo con el auge de la cultura germana y del cristianismo, en la que, bajo la influencia de Byron, Scott o Mme. de Staël, quiso ver las raíces de la auténtica cultura europea.
Francisco Martínez de la Rosa
Compuso unos Apuntes sobre el drama histórico (1830), incluidos en La conjuración de Venecia, donde se apartó de la poética neoclásica para aceptar, siguiendo a A. Durán, la necesidad de conectar literatura y carácter nacional, mientras abogaba por la utilidad de un drama históricamente fidedigno, pero dotado de la belleza y emoción literaria de un lenguaje adecuado al argumento y personajes. Rechazó las unidades de lugar y, moderadamente, la de tiempo, aunque no la de acción.
Antonio Alcalá-Galiano
En el « Prólogo » al Moro Expósito (1834), del Duque de Rivas, partió de la polémica entre clásicos y románticos, defendiendo con Schlegal la conexión de los fenómenos creativos con sus propias circunstancias históricas y nacionales. La buena literatura, en su opinión, era aquella que sabía expresar y adecuarse naturalmente a tales circunstancias, ya sean de tipo clásico, como sucedió en los países mediterráneos en el Renacimiento; ya sean de tipo romántico, como ocurría en los países de la Europa septentrional durante la Edad Media. Definió, luego de repasar los principales autores europeos, un Romanticismo inspirado en las emociones fuertes de la Edad Media o en la autenticidad de culturas exóticas, en los conflictos interiores del hombre individual o en los que le afectan como parte de sujeto colectivo, nacional.
Pau Milá y Fontanals
Propuso en su « Clasicismo y romanticismo », incluido en sus Ensayos literarios (1836), la existencia de tres órdenes, el falso clasicismo, mero imitador; el verdadero clasicismo, sencillo, armonioso y sensista; y el romanticismo, misterioso y espiritual. Eliminado el primero, los restantes poseían plena validez dentro de sus propias coordenadas.
Juan Donoso Cortés
Es autor del ensayo « Clasicismo y romanticismo », aparecido en el Correo Nacional (1838), donde trató de resumir la polémica, examinando las raíces históricas de cada uno de los movimientos, concluyendo con la validez de ambos basada en su complementariedad.
Juan Eugenio Hartzenbusch
Escribió « Discurso sobre las unidades dramáticas », que apareció en las páginas de El Panorama (1839), para defender un uso flexible, no dogmático, de las tres reglas dramáticas, especialmente las de tiempo y lugar, por las situaciones inverosímiles a que pueden dar lugar.
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